“LA NIÑA DE SUS OJOS” DE JOSÉ LUIS VALDÉS GANA EL XXVI PREMIO “CLUB TAURINO MAZZANTINI” DE RELATO TAURINO
El doctor José Luis Valdés, articulista colaborador de ElMuletazo.com, ha ganado la XXVI Edición del Premio “Club Taurino Mazzantini” de relato taurino con la obra titulada “La Niña de sus ojos”.
El Club Taurino Mazzantini, de Llodio (Álava), que este año cumple su 39º aniversario, dota al ganador de este prestigioso premio, destinado a promocionar la literatura en el ámbito de la tauromaquia, con 1.500€.
Por cortesía del autor, José Luis Valdés y del Club Taurino “Mazzantini” de Llodio les ofrecemos integra la obra ganadora:
LA NIÑA DE SUS OJOS
Ernestín Porrines Fitz-James tenía un “swing” muy mejorable pero seguía intentándolo con empeño, lo cual no era habitual en él, poco dado a insistir en todo aquello que le supusiera la más mínima fatiga.
Aquélla era aparentemente una mañana más en el campo de golf. Aunque le parecieran más pequeñas con la resaca de la noche anterior, aquel día las bolas tenían el mismo tamaño de siempre y, también como todos los días, ya llevaba doblados dos palos aunque sólo estaba en el primer hoyo.
-¡Estos palos son demasiado largos para mí! –se quejaba amargamente cuando por enésima vez levantó una “chuleta” de césped sin llegar a rozar la bola, una rara y particular habilidad con la que merecidamente se había ganado en el club el apodo de “Carnicerito”, como aquel famoso torero de Úbeda.
De repente sus ojos se nublaron y la luz desapareció. Sintió que las fuerzas le abandonaban y que sus piernas ya no podían continuar sosteniéndole. En un momento todo se tornó oscuridad y silencio.
Así transcurrió un buen rato. Impreciso. Inconcreto. Difuso, como sus recuerdos. Al cabo de un tiempo indeterminado empezó a percibir algunos sonidos lejanos que inicialmente creyó que eran el dulce piar de algunos pajaritos…
-¡Madre mía…!
Eso le pareció raro en boca…, mejor dicho, en pico de un pájaro.
-¡Ponedle los pies en alto! -creyó escuchar.
-¡Hacedle aire…!
-¡Echadle agua fría por el cuello…!
Esta vez no tuvo dudas de lo que pretendían hacerle aquellos malditos pajarracos que revoloteaban sobre él en busca de carroña.
-¡Dejadme en paz, buitres!
Y empezó a dar manotazos al aire hasta que, empapado por un cubo de agua fría, consiguió abrir los ojos. Entonces miró a su alrededor y se vio rodeado por muchas personas. Ante él, apenas a un palmo de distancia, la cara de una chica con un marcado estrabismo no le quitaba el ojo de encima (el derecho, concretamente). Sus labios se despegaron para decirle:
-Perdóname. No sé cómo ha podido pasar porque yo he apuntado hacia la banderita, pero la bola ha salido en otra dirección… Te he dado un bolazo en la cabeza, pero ha sido sin querer. Te pido mil perdones… -dijo esbozando su mejor sonrisa- Me llamo Fifita.
-¿Que cómo ha podido pasar? ¡Porque eres bizca, joder! ¡¡Casi me matas!! –le respondió el enojado Ernestín.
Cuando se palpó el tremendo chichón en la cabeza estuvo a punto de desvanecerse de nuevo y casi se echa a llorar.
-¡Llevadme urgente al botiquín! -imploró sollozando- ¡No, no, mejor llevadme al bar…!
Y sus amigos lo transportaron en volandas hasta la barra del club social, igual que un torero herido es llevado por su cuadrilla atropelladamente a la enfermería de la plaza.
-¡Cosme, un gin-tónic para don Ernestín! ¡Urgente!
-¡Que sean dos!
-¡Tres…!
-¡Cuatro…!
Al final la cuadrilla entera se puso en tratamiento, pues todos estaban solidariamente impresionados por el formidable traumatismo de su amigo. De pronto empezaron a apartarse a un lado porque en ese momento estaba haciendo su solemne entrada en la sala doña María de las Candelas Consolación Genoveva Fitz-James Osorio Figueroa Imperio de las Marismas, Delita para sus amigas del rastrillo e ilustrísima señora marquesa del Montepío para el resto de la humanidad.
-Ernestín, hijo, ¿qué te ha pasado? ¡He venido corriendo en cuanto me he enterado! -Con casi ochenta años, llamaba “correr” a todo esfuerzo por andar un poquito más deprisa.
-Pues ya ves, mamá, que han intentado asesinarme en el campo de golf con un bolazo en el cráneo –respondió tumbado en un sofá con un vaso de tubo en la mano-. Más hielo, Cosme, por favor… ¡No, en la cabeza no, que voy a coger una pulmonía…! ¡En el vaso, hombre!
-¿Asesinarte? ¡Pero si Fifita es incapaz de matar una mosca!
-¡Ésa! ¡Ésa ha sido! Una tal Fifita… Adrede… En toda la cabeza… ¡Y delante de muchos testigos! ¡Qué diabólica puntería!
-Mi hija no ha podido hacer eso a propósito, caballero -replicó una señora muy ofendida-. Aparte de que, como bien dice doña Delita, mi Fifita es incapaz de matar una mosca, tampoco tiene ninguna puntería; su estrabismo obviamente se lo impide.
La que así habló era doña Fifí, la mamá de la bizca Fifita e íntima amiga de la señora marquesa del Montepío. No en vano ella también era marquesa, la señora marquesa del Cotolengo, y, como damas de tanta alcurnia que eran, se entendían perfectamente. De hecho, se entendían tan bien que estaban intentando que Fifita y Ernestin se hiciesen novios algún día, a ser posible no muy lejano, y contrajeran sagrado matrimonio para surtir de nuevos marquesitos a la aristocracia sevillana, pero temían que aquel desgraciado accidente hubiese dado al traste con todos sus planes.
Ernestín, el primogénito de doña Delita -que siendo hijo único era también el benjamín y, como tal, acreedor de todos sus mimos- acabó sus primeros estudios muchos años atrás en la exclusiva institución “El Melonar College” a trancas y barrancas, y con la inestimable ayuda -todo hay que decirlo- de algunos generosos donativos de su mamá que sirvieron para reponer la cubierta de la piscina climatizada, maltrecha por una terrible granizada. Por la insistencia de su madre, inició los estudios para Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, pero tristemente jamás llegó a puerto alguno, ni a dársena ni a humilde embarcadero, y sólo se quedó por los caminos; mejor dicho, apenas al principio del sendero, porque, tanto en los cursos como en los hoyos del campo de golf, nunca consiguió completar el primero. Por eso el tarambana del “niño” ocupaba su tiempo destrozando palos de golf a diario en el elitista Real Club Pineda de Sevilla mientras intentaba mejorar su “swing”, tarea que se le ponía muy cuesta arriba a partir del cuarto gin-tónic, y tal era la cifra que alcanzaba invariablemente antes de que su mamá empezara a rezar el “Ángelus” de cada día. Ése era realmente su “hándicap”.
-Mamá, necesito reponer una docena de palos doblados y los de mi marca favorita sabes que son muy caros. De hecho, estoy pensando que me los fabriquen a medida, como el sastre, pero ésos son más caros todavía. Esta vez creo que con doce mil euros me podré apañar de momento…
-Pues, querido hijo, debes ir pensando en sentar la cabeza y buscarte alguien que te financie.
-¿Te refieres a que me busque un patrocinador? ¿Un sponsor? No creas que no lo he pensado, pero hasta que no mejore el swing…
-¡Me refiero a que te cases ya de una puñetera vez, que tienes cincuenta años! -tronó la marquesa.
-Mamá, no merezco que me hables así. Sabes que para mí no existe otra mujer más que tú; que yo nunca encontraré otra que tan siquiera te iguale en todas tus virtudes y que sólo quiero permanecer siempre a tu lado para cuidarte como te mereces.
-Pamplinas, hijo. Entérate bien: el dinero se nos acaba y, como no paras de romper palos de golf a tal velocidad, casi te has gastado la herencia en vida. Así que, o me haces caso, o pronto no voy a tener ni para un asilo.
-¡Ah…! –respondió contrariado Ernestin, y se quedó en silencio pensativo.
-No le des más vueltas: tienes que casarte. Y con una rica heredera; es nuestra única salvación.
-Pues no conozco ninguna, mamá.
-Hijo, eres tan torpe como lo fue tu padre. ¡Si la has tenido hoy delante de tus narices! ¡Si hasta te ha dado un bolazo para llamar tu atención! Y hay que admitir que eso tiene mucho mérito, pues no le ha debido de ser nada fácil acertarte dadas sus circunstancias…
-¿…? ¡No, no y no…!
-Sí, hijo… ¡Sí, sí y sí! Y sin pataleos, por favor…
-¿Fifita…?
-¿Quién si no?
-Me niego; antes la muerte.
-Ese es el problema: que, como no te des por enterado, es posible que con el próximo bolazo te mate o, peor aún, te deje idiota. Además, es una rica heredera que no ha tenido suerte con los hombres.
-Mamá, si sigue virgen a su edad no es por mala suerte; es que es rematadamente fea. Ni siquiera su dinero ha convencido a nadie para enamorarse de ella. En sus treinta años de vida no creo que haya conseguido que se le declare nadie más que… ¡la varicela!
-Pues no tienes elección: esta tarde viene con su madre a tomar café a casa. Quiere pedirte disculpas. Por la cuenta que te trae, espero que seas amable con ella o se acabaron el golf, las copas y las francachelas con tus amigotes. Avisado quedas.
Esa tarde pudo comprobar bien de cerca lo fea que era Fifita. Sus ojos bizcos eran lo más agraciado que tenía, especialmente el ojo derecho que era con el que realmente apuntaba. Poseía, pues, una mirada “única” puesto que el izquierdo, revoltoso como una ardilla, se resistía a obedecer ninguna disciplina. Sus pechos también eran, por así decirlo, llamativamente asimétricos, uno más alto que otro. En este caso era bizca del derecho. En cuanto a sus piernas cilíndricas, quizás fuesen cortas o quizás fuese que el generoso culo no estaba ajustado en su sitio; el caso es que se le podía calificar indiscutiblemente como culibaja. Ernestín decidió aplazar el resto del examen físico para mejor ocasión pues ya tenía bastante por ese día.
-Hola, Ernestín. Gracias por invitarme a tu casa.
-“¿Así que era eso, eh? ¿Conque una invitación?” -pensó Ernestín, descubriendo de repente el sucio ardid que le había tendido su querida madre.
Fue entonces cuando Fifita, con un sencillo e inocente gesto -un gesto altruista que denotaba su alta cuna-, ablandó su duro y soltero corazón…
-Para que aceptes mis disculpas y no me guardes rencor, te he traído este humilde regalo que espero que te guste…
El “humilde” regalito era un juego de palos de la marca japonesa Honma Golf Company. Se trataba de una edición especial valorada en más de cincuenta mil euros. Ernestín casi se cae de espaldas de nuevo por el impacto, aunque esta vez no hubiera bolazo alguno de por medio.
-Son… preciosos, Fifita -balbuceó emocionado, sin saber bien a qué ojo mirarle-. No sé cómo podría agradecértelo…
Las dos marquesas asintieron con una sonrisa de complicidad. Entonces los dejaron solos con la excusa de ver lo bien que quedaban unas nuevas macetas filipinas en el patio de la casa-palacio.
-A vuestra edad seguro que tenéis que hablar de muchas cosas -la madre de Ernestín pronunció la palabra “edad” con especial énfasis mirando a su hijo.
-Mañana lidiamos en La Maestranza –dijo Fifí de sopetón, después de estar ambos un ratito callados sin saber qué decirse.
-¿Sois toreras?
-¡No, qué va! ¡Ja, ja! -dijo Fifí, pensando que Ernestín había tenido una ocurrencia realmente graciosa- Somos ganaderas.
-Ya decía yo… –respondió el galán, aliviado al ver que la joven no se había dado cuenta de la estupidez que acababa de preguntar, pero es que era incapaz de concentrarse en otra cosa que no fuera estrenar cuanto antes esos flamantes palos.
-En realidad el primer ganadero fue mi bisabuelo, don Adefesio Miraflores, marqués del Cotolengo, que fundó la ganadería con reses de Atanasio Fernández. A su muerte la heredó mi abuelo, también otro Adefesio, Miraflores igualmente. Ellos les dieron a los toros su especial personalidad, forjando un nuevo encaste. Luego mi abuelo la legó a mi madre, Adefesia Miraflores, aunque todos la llaman Fifí, y a mí me dicen Fifita para no confundirnos, porque Adefesiíta es un poco difícil de pronunciar. Por tanto, los adefesios proceden de aquellos atanasios, pero con su propio carácter.
-Ahora lo comprendo todo… –musitó Ernestín, aunque en realidad sólo entendía lo del nombre, Adefesia, muy oportuno, porque el apellido Miraflores no le parecía tan apropiado para esa forma de mirar tan particular y zigzagueante.
-Podrías acompañarme mañana a la plaza; tengo dos barreras especiales de sombra… -Fifita sabía que podría disponer libremente de la de su madre, que aceptaría gustosa cualquier cosa por alentar ese incipiente idilio.
Ernestín no entendía ni un pimiento de toros y apenas había ido a dos o tres corridas en su vida. Así que no sabía qué contestar. Por un lado, no le apetecía que lo vieran en público en compañía de una dama tan fea, pero, por otro, no le desagradaba la idea de codearse con los maestrantes, algunos de los cuales le lanzaban miraditas socarronas cada vez que doblaba un palo en el club. Finalmente se decidió a aceptar. Tampoco arriesgaba mucho; sólo su reputación, que no era muy elevada fuera del círculo de sus amigotes.
Al llegar a la plaza esa tarde ya se veía como un ganadero importante y, tan ufano, se sentía el centro de todas las miradas. Entonces se dio cuenta de que la causa de la expectación que despertaba a su paso era que Fifita se había cogido de su brazo. Sobresaltado, estuvo a punto de sacudírsela inmediatamente como si fuese una mosca pegajosa en tarde de bochorno, pero no le dio tiempo porque Fifita se despegó ella solita para dar un fuerte abrazo a un tipo alto y bien parecido, sonriente y elegantemente vestido, que había venido directamente hacia ellos guiñándoles un ojo.
-¡Hola, Pocholito! ¡Qué alegría me da verte! -le dijo Fifita- Estaba segura de que hoy no faltarías.
-¡Hola, prima Fifita! –respondió el susodicho- ¿Cómo iba a faltar esta tarde si se lidia en La Maestranza una corrida de mi tía y de mi prima?
-Mira, querido primo, te presento a mi… acompañante, Ernesto Porrines, hijo de la marquesa del Montepío.
-Hola, encantado de saludarte -dijo estrechándole la mano-. Ya te he visto jugando al golf en el Club Pineda, “Carnicerito”…
Ernestín no supo si interpretar esas palabras como un saludo amistoso o si encerraban una carga oculta de ironía, ya que desconocía lo de su apodo pues nadie se lo había dicho jamás a la cara.
-Por cierto, prima, el domingo celebraremos en mi finca un acoso y derribo. Espero que vengáis… los dos –añadió guiñándole un ojo a Ernestín, que dio así por sentado que los problemas oculares de los Miraflores eran algo genético y familiar.
La corrida salió muy mala. Los toros, los famosos “adefesios”, feos como ellos solos, eran los más temidos de toda la cabaña brava y tenían enorme peligro desde los pitones hasta el rabo. Una tarde más se cumplió la tradición y ningún torero consiguió cortarles una oreja, algo que venía repitiéndose invariablemente desde hacía más de cincuenta años. Antes al contrario, dos de los diestros estuvieron a punto de perder las suyas por los mordiscos de los toros, mientras que el tercero acabó en la enfermería con un certero puntazo en el escroto y allí se encontró con dos picadores contusionados tras sendos batacazos, quedando uno de los caballos pataleando panza arriba dentro del callejón. Al entrar el último matador en brazos de los banderilleros, se oyó al cirujano jefe proclamar dirigiéndose al resto del equipo médico:
-¿Lo veis? Y con éste ya van cinco heridos. Ya os dije que con los adefesios siempre hay quórum. ¡He ganado la porra!
Por no oír a su madre, aquel domingo Ernestín acudió a “La Altozana”, la bonita finca de Pocholo Miraflores, en compañía de Fifita, a la que las malas y bífidas lenguas señalaban como su novia, lo que ya empezaba a ser la comidilla de toda Sevilla. Por decisión de la chica, que no era nada tonta, habían llevado sus propios caballos. Sabedora de las pocas dotes ecuestres de su pareja y desconfiando acertadamente de su primo, Fifita había escogido para él una jaca tranquila, dócil y pastueña: “La Sepulvedana”, llamada así porque, como los célebres autobuses, iba haciendo paradas a cada poco para triscar hierba con mucha pachorra.
-Mira, Ernestín -se jactaba Pocholo en el porche del cortijo con un whisky en una mano y señalando hacia el horizonte con la otra-, aunque saliera con mi caballo al amanecer, a la puesta del sol aún no habría llegado al límite de mi finca. ¿Qué te parece?
-Que quizás deberías cambiar tu caballo por otro un poquito más rápido…
-¿Qué insinúas? ¿Qué mi caballo no es bueno? -Pocholito, como un niñato malcriado, no admitía que nadie le llevase la contraria- ¡Pues ahora verás en el acoso y derribo! ¡Vamos a ir tú y yo en collera! ¡Te vas a enterar!
Cuando soltaron la becerra, ambos salieron al galope en su persecución. Ernestín bastante tenía con intentar no caerse de la silla como para preocuparse de sujetar bien aquel palo, mucho más largo que los palos de golf, los únicos palos que le eran familiares. Así que nada tuvo de extrañar que, por su torpeza con la garrocha, el caballo de Pocholo se enredara con ella a galope tendido y diese varias vueltas de campana con jinete incluido. La vaquilla, sorprendida, se detuvo unos segundos para disfrutar del desastre y después dio media vuelta para alejarse feliz y retozona poniendo pies en polvorosa.
La costalada fue de aúpa y se armó un lío tremendo. Afortunadamente Ernestín se salvó de ser linchado allí mismo gracias a la providencial intervención de Fifita, que le dio así una prueba inequívoca de su amor…
-La culpa ha sido mía –intervino Fifita al quite-. Él no quería participar porque se lastimó ayer el codo en el golf intentando un “approach” y hoy no podía sujetar la garrocha con tanto dolor, pero yo le insistí caprichosamente. ¡Pobrecito! Como me quiere tanto, no supo decirme que no…
Al oír esas últimas palabras hubo un murmullo general, mezcla alícuota de compasión y admiración por aquel torpe caballero capaz de enamorarse de Fifita. Muchos dudaron si es que el amor realmente es ciego… o es bizco sólamente. El caso es que Ernestín no tuvo valor para rechistar y, a partir de ese momento, el noviazgo ya fue asumido por todos como algo oficial e irremediable. ¡Y cómo iban a linchar al único novio que había conseguido la pobre Fifita en toda su vida!
Como en “La Altozana” no había enfermería, trataron al caballista herido en la bodeguita del cortijo con el protocolo habitual de whisky y gin-tónic para todos. La eficiente empresa de catering contratada al efecto comenzó a despachar alcohol a diestro y siniestro a la misma velocidad con que se esparcen al aire las semillas en la resiembra de un campo de golf. Al final de la tarde Ernestín ya había perdido la cuenta de las copas que llevaba encima. Cuando ni siquiera sabía si eran pares o impares las que caben en una docena, Fifita tuvo que tumbarle semiinconsciente en uno de los dormitorios. Nadie sabe lo que allí pasó -nadie, salvo Fifita, claro-, pero el caso es que aquélla fue la única vez en su vida que Ernestín hizo hoyo en uno. Y sin doblar el palo.
Al cabo de mes y medio, Fifita le dio la grata noticia:
-Cariño, estoy embarazada.
-¿Quién ha sido el valiente? –preguntó Ernestin incrédulo.
-Pues tú, campeón. ¿Quién había de ser si no? ¿Lagartijo? –respondió Fifita ilusionada- Tenemos que preparar la boda antes de que se me note la barriga.
Entonces Ernestín tuvo claro que aquel día en “La Altozana”, más que las vaquillas, el verdadero acosado y derribado había sido él. Por la noche soñó que una becerra bizca le perseguía para sodomizarle con una garrocha. Se despertó sobresaltado y sudoroso comprendiendo que había sido una pesadilla, pero tardó mucho en recuperar el aliento y ya no pudo volverse a dormir.
La boda se ofició en la capilla del cortijo de los Miraflores. Cuando se dieron el “sí, quiero”, el sacerdote anunció:
-La novia ya puede levantarse el velo, aunque no es necesario que se lo retire si no quiere… Quiero decir… –carraspeó- que le favorece mucho llevarlo puesto…
Después del banquete, que se celebró por todo lo alto, hubo un tentadero para los invitados. A pesar de llevar varias copas encima, Ernestín no se atrevía a tomar la muleta ante aquellas ariscas vaquillas adefesias, por lo que el primo Pocholo, que también iba bien puesto, se ofreció a coger el carretón para que el novio pudiese lucirse sin peligro ante los asistentes. Al menos ésa fue la propuesta inicial porque, al primer natural, el primo Pocholo le devolvió la jugarreta de la garrocha y, con el consabido guiño ocular, le dio un puntazo en la nalga con el armatoste. Aunque la sangre no llegó al río, el alcohol bien pudiera haberlo hecho, pues, como auténticos caballeros, resolvieron el asunto como tenían por costumbre en esos casos.
Meses después nació una niña. Cuando la matrona salió del paritorio con ella en brazos para mostrársela a su padre, éste la tomó tembloroso en sus manos.
-¿A quién se parece? -preguntó Ernestín muy nervioso.
-Aún es pronto para saberlo. Si acaba de nacer…
-¡Es guapa! ¡Es muuuy guapa! –terció Pocholo.
-¿Pues acaso no había de serlo? –contestó la matrona.
-¿Pero cómo tiene los ojos? -preguntaba ansioso su padre.
-Pues no lo sé. Hasta que no los abra no podremos verlos -replicó la matrona.
Tras unos eternos momentos de incertidumbre, la niña abrió sus ojos redonditos y sus mofletes sonrosados se contrajeron para obsequiar a todos los presentes con una amplia sonrisa.
-¡No es bizca! ¡No es bizcaaaa…! -gritaba Ernestín, abrazándose con Pocholo como un poseso y dando saltos de júbilo- ¡Y encima es guapísima…!
El padre casi se desmaya por la emoción. La veterana matrona, que no había presenciado nada igual en su vida, pensó que se había vuelto loco y, al ver su mal color, pidió ayuda para llevarle a la sala de urgencias.
-¡No, no…! ¡Mejor a la cafetería…! ¡Que me lleven a la cafetería…!
Sabedor por la experiencia de que ése era un tratamiento infalible, el primo Pocholo se hizo con el mando y lideró la jubilosa comitiva hasta la cafetería del hospital. Allí estuvieron, entre vítores, agotando las reservas de whisky, ron y ginebra, hasta que Fifita salió de reanimación y la llevaron de regreso a su habitación. Entonces recibió los besos de toda la familia. Rodeada por todos, surgió el difícil debate que durante los nueve meses previos nadie se había atrevido a afrontar: el nombre.
-Que digo yo que a la niña habrá que llamarla de alguna manera, ¿no? Podría ser Ernestina, en honor de su padre y su abuelo… –propuso doña Delita.
-No, mujer. Está claro que tendrá que llamarse Adefesia, como su madre, su abuela, su bisabuelo y su tatarabuelo –corrigió doña Fifí.
Se hizo un tenso silencio mientras ambas marquesas se sostenían la mirada como dos toros a punto de embestirse. Aquella amistad cimentada durante tantos años parecía tambalearse.
-No discutáis –zanjó Fifita-. Ya está decidido: como el golf nos unió a ambos, se llamará Severiana, en recuerdo de Severiano Ballesteros.
-¿Severianita…? ¡Magnífica idea! Pues en casa le podríamos decir “Pocholita”… -sugirió el primo guiñando el ojo habitual con el aplauso general de todos los presentes.
Cuando le dieron el alta en la maternidad, la familia se trasladó al cortijo para que Fifita pudiera reponerse. Allí fueron recibidos por el mayoral, los vaqueros y el resto de personal con el repicar de las campanas de la misma capilla donde meses antes se había celebrado la boda. La joven madre estaba radiante de felicidad y la alegría inundó toda la finca rebosante de primavera.
Entonces se les unió el voltear de los cencerros de la piara de bueyes al completo y en los cerrados de los cuatreños, esos toros legendarios a los que nadie era capaz de cortar una oreja, los temibles “adefesios” comenzaron a mugir a coro para dar la bienvenida a su nueva ganadera: Severianita Porrines Fitz-James y Suances-Miraflores, Pocholita para los íntimos.
Quién se lo hubiera dicho a Ernestín: ¡La niña más bonita del mundo! ¡La niña de sus ojos!
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