jueves, 20 de febrero de 2020

KAFKA Y MILENA.

Kafka y Milena: el amor de los fantasmas


Cartas a Milena recoge la correspondencia que sostuvieron a principios de 1920 Franz Kafka y Milena Jesenká. En ellas aparecen los temas y preocupaciones del autor de La metamorfosis.
¿Será posible traducir un texto, su sentido, sin la mediación de un afecto? ¿No son las distintas versiones de un poema chino traducido al castellano —por poner un ejemplo— un trasunto de los modos de relacionarse con las palabras de su época del injustamente llamado traditore?
No lo sabemos, pero es probable que el primer acto de amor de Milena hacia Kafka haya sido traducirlo al checo. Trasvasijar ese alemán menor de Praga en su idioma natal. “Se lanzó a esta empresa —cuenta Margarete Buber-Neumann, que la conoció en el campo de concentración de Ravensbrück—, pese a que su conocimiento del alemán era todavía insuficiente. Y se convirtió de este modo en la primera traductora al checo de las obras de Kafka”.
Todo esto ocurre a principios de la década del 20 del siglo pasado. Milena Jesenká tiene 24 años y está casada con el escritor austriaco Ernst Polak. Proveniente de una familia checa tradicional hasta la médula —su padre, Jan Jesensky, la internó en un sanatorio de Veleslavín para evitar que se relacionara con un judío-alemán como Polak—, se desenvuelve en el agitado mundo cultural de la Viena de entreguerras. Ernst, sin embargo, es un mujeriego trasnochador con poquísimas virtudes conyugales.
Podríamos decir que la vida de Milena transcurre en un ambiente rancio de desconfianza hasta que se encuentra con los primeros escritos de Kafka. Como una exploradora en tierras ignotas, intuye que lo que sus ojos están mirando son algunas piedrecitas preciosas de una veta enorme y magnética. Traduce un primer texto y le envía una carta a la editorial a cargo sin sospechar que sería el mismo Kafka el que le respondería.
Ahí comienza todo.
Kafka, que a esas alturas se mueve también en el círculo de intelectuales de su época, sabía muy bien que la correspondencia era un género en sí mismo. Como cuenta Canetti en El otro proceso, “no temió leer una y otra vez las cartas de Kleist, de Flaubert, de Hebbel”. Se entrega, por lo tanto, a la escritura de estas con la misma pasión afiebrada con la que escribió sus textos mayores. “La mera posibilidad de escribir cartas debe haber provocado —desde un punto de vista totalmente teórico— una general desintegración de almas en todo el mundo. Es en efecto una conversación con fantasmas (y para peor no sólo con el fantasma del destinatario, sino también con el remitente)”, escribe en una de las tantas misivas enviadas durante ese periodo.
Milena, que es una chica brillante y ruda, corresponde ese deseo con similar intensidad. Durante el tiempo que dura su comunicación, sin embargo, se ven apenas cinco veces: una en Gmünd y cuatro en Viena. A pesar del excesivo entusiasmo que Kafka muestra por el amor de Milena, su angustia y sus obsesiones se interponen radicalmente a su voluntad.
En una carta escrita a Max Brod, Milena lo describe así: “El mundo entero es y seguirá siendo para él un jeroglífico. Un secreto místico. Algo que no soporta, pero que admira con una ingenuidad pura y entrañable (…) Franz no sabe vivir No tiene la facultad de vivir. Franz nunca se curará. Franz morirá pronto”.

Nada de eso es obstáculo para que Kafka escriba las cartas de amor más hermosamente desgarradoras de la literatura occidental: “Por otra parte, quizá no sea en realidad amor cuando digo que eres para mí lo más amado; amor es cuando digo que eres el cuchillo con que hurgo mis heridas más profundas”. O quizá todo tenía que ver con la desesperación ante la muerte, esa angustia radical que se le contagió, entre otras cosas, de su atenta lectura de Kierkegaard.
También —cómo no— funcionan como la perfecta descripción de las penurias y arrebatos que cualquier ser humano bendecido con el don de la angustia sufre mientras pasa por este mundo: “cuando pienso en estos viajes y los comparo con el estado de mi mente me siento como se habría sentido Napoleón si en el mismo momento de preparar los planes para invadir Rusia hubiera sabido cuál sería el resultado”.
Y sin embargo, como en una canción cebollera y desgarrada de radio AM, el amor todo lo puede. Milena persiste y cumple los sencillos deseos de su remitente: escribirle. Mientras, la tuberculosis comienza a carcomer sus pulmones lentamente de la misma forma en que el antisemitismo crece en el corazón de Europa. “Me pasé tardes enteras por las calles, bañándome en el antisemitismo popular. Hace poco oí decir a alguien que los judíos eran una “turba inmunda”. ¿No es natural que uno se vaya de donde le odia todo el mundo? (No hace falta para eso ni el sionismo ni los nacionalismos.) El heroísmo es el de las cucarachas, que a pesar de todo se quedan, tanto que difícilmente pueden sacarse del cuarto de baño” le dice Kafka.
Tal vez Milena pensó en esas palabras cuando la muerte la encontró en Ravensbrück. Reducida a condiciones inhumanas junto a las otras prisioneras, las palabras de ese Cristo de la Angustia que fue Kafka deben haber aparecido en su memoria como una nota sostenida y estruendosa: el heroísmo de las cucarachas, la bendición de los débiles y los sometidos. Un amor fantasma que comenzó con una inofensiva traducción y se transformó en un documento imprescindible de ese infierno que fue el siglo XX.


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